Cada vez resulta más habitual ver a niños muy pequeños usando teléfonos móviles en situaciones cotidianas: mientras esperan en una consulta, en la mesa de un restaurante o durante un trayecto en coche. No se trata de juzgar a las familias por un instante concreto, ya que solo observamos un fragmento de su día. Sin embargo, sí merece la pena detenernos a pensar qué papel está adoptando el móvil en la vida diaria de la infancia.
La tecnología, bien utilizada y con acompañamiento adulto, puede ser una aliada, pero es esencial recordar que el móvil no es un juguete. Su uso precoz y sin límites puede influir negativamente en el desarrollo emocional, social y cognitivo de los más pequeños.
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Una conexión que llega antes de tiempo
La edad a la que los niños acceden a su primer dispositivo móvil ha bajado notablemente. Muchos lo reciben entre los 9 y los 11 años, aunque el contacto suele comenzar mucho antes, cuando se les presta el teléfono de los adultos para entretenerse.
El problema no radica tanto en el dispositivo, sino en la falta de acompañamiento y criterio al introducirlo.
Los niños aún están en pleno desarrollo neurológico y no cuentan con las herramientas necesarias para gestionar adecuadamente los estímulos intensos que ofrece un móvil: luces llamativas, sonidos, recompensas inmediatas… Todo ello puede sobreexcitar su sistema nervioso y dificultar el autocontrol.
Diversas investigaciones asocian el uso excesivo y sin supervisión del móvil con un incremento de la irritabilidad, el estrés y ciertos síntomas de malestar emocional en la infancia y adolescencia. Además, esta exposición temprana puede derivar en situaciones de riesgo como el acceso a contenidos inadecuados, comparaciones sociales constantes, juegos adictivos o incluso ciberacoso.
Más allá del contenido, el abuso del dispositivo puede desplazar rutinas esenciales como el descanso, el juego libre o los momentos de conexión familiar. Comer, dormir o ir al baño con el móvil se está convirtiendo en una práctica habitual, pero esto debería alertarnos sobre una relación poco saludable con la tecnología.
El rol de las familias: educar, no solo limitar
El entorno familiar tiene un papel fundamental en la construcción de una relación positiva con la tecnología. No basta con poner normas: es necesario educar desde el ejemplo, el acompañamiento y el diálogo. Algunas claves importantes:
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Acompañar el aprendizaje digital: igual que no entregamos un coche sin enseñar a conducir, tampoco deberíamos ofrecer un móvil sin hablar antes de privacidad, seguridad, gestión emocional y riesgos en internet. Este proceso requiere presencia adulta.
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Reflexionar antes de entregar un móvil: ¿lo necesita de verdad? ¿con qué finalidad? Para mantenerse en contacto existen alternativas más adecuadas, como relojes inteligentes o móviles sin acceso a internet. Para el ocio, se puede recurrir a una tablet compartida en el hogar, siempre con supervisión y tiempo delimitado.
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Evitar su uso como premio o castigo, ya que esto puede convertir el móvil en un objeto de deseo excesivo.
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Establecer límites claros y coherentes: pactar horarios, tipos de uso o contenidos aceptables ayuda a construir hábitos sanos.
Propuestas que sí funcionan
Muchas veces se recurre al móvil con la finalidad de calmar o distraer. Pero existen múltiples opciones que también entretienen sin recurrir a las pantallas: cuentos, juegos de mesa, puzles, plastilina, música relajante o materiales sensoriales.
Tener preparado un pequeño kit de recursos sin pantalla para momentos como una espera o una comida fuera de casa puede ser de gran ayuda y evita la dependencia del móvil como única solución.
El teléfono móvil es una herramienta poderosa, no un simple juguete. Requiere acompañamiento, límites y una mirada educativa. Apostar por un uso consciente, retrasar su introducción y ofrecer alternativas es una forma de cuidar la salud digital de nuestros hijos. Porque enseñar a usar bien la tecnología también es una forma de prepararlos para la vida.